"Mi reconocimiento y admiración a las mujeres ecuatorianas libertarias".
La
mujer como sujeto histórico es una línea de investigación relativamente
reciente que adquiere un gran impulso en las últimas décadas del siglo XX. La
nueva configuración social, surgida a partir de la reivindicación de los
derechos de la mujer y su incorporación al mundo laboral a lo largo de la
pasada centuria, da lugar a una transformación paulatina y continuada en todos
los órdenes y, como consecuencia, a una progresiva readaptación social e
implementación de políticas igualitarias que actualmente sigue abierta.
La
relevancia de este acontecimiento ha centrado la atención de diversos
investigadores sobre la necesidad de ahondar en el papel histórico jugado por
las mujeres, con la finalidad de visibilizar su actuación y reconocimiento en
pos de una transformación social. Esta reconstrucción histórica se encuentra en
procesos activos de revisión y renovación, a partir de la acumulación de los
conocimientos resultantes y en la aplicación de diversas propuestas
metodológicas desde la parcela académica. Las primeras investigaciones realizadas
sobre la mujer en la región Latinoamericana tenían como asunto prioritario el
estudio de las organizaciones feministas y su incursión en el mundo político.
Sin duda, en estas últimas décadas se ha intensificado y diversificado nuevas
perspectivas temáticas centradas en el periodo colonial y republicano desde
diferentes enfoques, aunque, por otro lado, se detecta todavía un gran déficit
de conocimiento sobre el rol de la mujer en las sociedades originarias de
América Latina.
La
lucha reivindicativa de la mujer a lo largo del tiempo se ha caracterizado por
un ritmo lento que atraviesa una amplia franja temporal. Esa legítima búsqueda
de acceso a los espacios sociales ha obligado a la mujer hacer frente a la
rígida estructura patriarcal dominante en todo momento, bajo visiones y
planteamientos que deben ser interpretados en su propia contextualización
sociohistórica.
Una
batalla que, independientemente de sus actuaciones y objetivos planteados en
cada etapa, ha tenido un punto de referencia común: la activa y relevante
participación social de la mujer. En ese camino recorrido la mujer ha sabido
demostrar su enorme capacidad de perseverancia, superación y su plena
convicción en la materialización de sus aspiraciones: desde el reconocimiento
jurídico a su ingreso en los centros educativos, a su entrada al mundo laboral,
académico, cultural y político. Ese proceso no puede entenderse sin la labor,
en unos casos, de las acciones individuales que han servido como referencia
modélica, y, en otros, de forma colectiva, canalizada a través de
organizaciones feministas, por su empuje y presión social e institucional en la
introducción de nuevas normativas legales.
Los
primeros antecedentes de acciones colectivas de reivindicación de la mujer
tienen su origen en la propia ausencia de contenidos referidos a los derechos
de igualdad y género entre los ejes fundamentados sobre Libertad, Igualdad y
Fraternidad propugnados por la Revolución Francesa (1789). Consecuencia de
ello, la escritora francesa Marie Gouze, conocida por el seudónimo Olympe de
Gouges, en 1791 elaboraba la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la
Ciudadana. Se iniciaba así, una larga batalla por la emancipación de la mujer y
la igualdad de derechos en todos los ámbitos (derecho al voto, a la propiedad
privada, a la educación, a ejercer cargos públicos, etc.).
Un
siglo después, en 1911, tenía lugar en los EE.UU. la primera celebración del
Día Internacional de la Mujer Trabajadora, aunque no sería hasta 1972 cuando la
ONU aprobara la declaración del Día Internacional de la Mujer, a celebrase el 8
de marzo de 1975, como reconocimiento a su lucha histórica. De esta forma se
consolidaba una voluntad institucional de construir una sociedad plural e
igualitaria entre géneros, a través de regulaciones y exigencias normativas
propias y de adhesión a las internacionales. Esa evolución ha sido muy desigual
en el tiempo y entre los territorios, aunque en 1948 las Naciones Unidas
reconocía el sufragio femenino. A pesar de ello, durante el siglo XIX y gran
parte del XX, la situación de la mujer se caracterizaba por unas duras
restricciones en el desempeño de sus actividades sociales, laborales y por una
desigualdad política y educacional.
Uno
de los grandes temas de batalla planteado por la mujer en los albores de la
contemporaneidad estuvo asociado al sufragio. Se debe recordar que, hasta hace
muy poco tiempo, la mujer carecía de capacidad y reconocimiento jurídico y, por
tanto, su actuación como ciudadana se encontraba restringida, sometida y
dependiente de una potestad que recaía directamente en sus padres o esposos. El
movimiento sufragista, por tanto, introducía un cuestionamiento del carácter
representativo de los gobiernos en manos del hombre y, por consiguiente, las
mujeres activaron una intensa lucha cívica en contra de su exclusión
representativa. De forma paralela, y como consecuencia del cambio en las
estructuras socioeconómicas, junto al derecho al voto, se incorporaba nuevas
demandas, como el acceso a la educación, al trabajo y la abolición de la doble
moral sexual, etc. Así en el espacio latinoamericano, como veremos más
adelante, el reconocimiento del derecho de la mujer a ejercer el voto tiene
rostro y nombre de mujer ecuatoriana: Matilde Hidalgo de Prócel. Desde esas
conquistas las mujeres diseñaron acciones de presión dirigidas a la
transformación de las estructuras del poder, con la finalidad de alcanzar su
presencia en los espacios públicos y suprimir las fronteras impuestas entre lo
público y privado.
En
ese contexto el sistema organizativo de la mujer, a través de los movimientos
sociales y los colectivos feministas ecuatorianos entre los siglos XIX al XXI,
han contribuido de forma decisiva a su visibilización en el ámbito social de
sus demandas y a la incorporación de parte de sus anhelos y aspiraciones en los
textos constitucionales, promulgación de leyes y políticas de inclusión. En ese
sentido es de obligada referencia y responsabilidad mencionar al menos a las
principales organizaciones que han prestado un alto servicio a la ciudadanía
ecuatoriana, como la Sociedad Feminista Luz de Pichincha (1922), Alianza
Femenina Ecuatoriana (1939), Asociación Femenina Universitaria (1944), La Unión
Nacional de Mujeres del Ecuador (1960) y Movimiento Feminista Ecuatoriano
(1995). El siglo XXI supuso una consolidación interna y externa para los
colectivos feministas, que se reflejaba en una activa participación de programas
y acciones. Su peso social se plasmaba en la Constitución de 1998, respecto a
la demanda de paridad, en una época en que la integración de la mujer en el
mercado laboral se incrementaba, aunque todavía con una escasa representación
social en el mundo político y en el mundo universitario. Posteriormente con el
proceso constituyente de 2007 y en la Constitución de 2008 se incorporaba una
parte de esas aspiraciones en temas de equidad y de no violencia. No obstante,
el panorama actual es poco halagüeño, pues la violencia de género ofrece unos
índices excesivamente elevados (6 de cada 10 mujeres en Ecuador son víctimas de
cualquier tipo de violencia).
La
participación histórica de la mujer en el mundo económico también ha sido
decisiva, pues ha combinado tanto sus actividades domésticas con las faenas
agrarias en las zonas rurales, como con las propias desempeñadas en los centros
urbanos. Ese acceso masivo de las mujeres al mercado de trabajo ha traído
consigo uno de los cambios más significativos experimentado por la sociedad en
las últimas décadas, representando un alto porcentaje en la población económicamente
activa; aunque cuentan con enormes desventajas y obstáculos, como se revela por
la existencia de una tasa de participación laboral inferior al hombre, el bajo
índice en puestos ejecutivos, una remuneración menor, un nivel de jornada
inferior, etc.
Actualmente
la incorporación de la mujer al sistema educativo y universitario han permitido
una mejora importante en el mundo laboral, copado hasta hace poco por el hombre,
que ha cambiado sustancialmente la realidad pasada. En ese sentido, se debe
recordar que hasta bien entrado el siglo XX, sólo los sectores privilegiados de
la sociedad tenían acceso a la educación. Esa situación era aún más crítica
para las mujeres y su proceso formativo estaba dirigido al desempeño del
cuidado del hogar, el matrimonio, la procreación o para la vida religiosa. Por
tanto, no sería hasta la pasada centuria cuando se inicia un proyecto de
incorporación de la mujer a la educación, aunque bajo el rol de la mentalidad
de la época, donde los centros de enseñanza estaban reservados al hombre. La
incorporación de la mujer a las distintas etapas formativas fue un proceso
lento, como limitado fue su acceso a la universidad hasta bien entrado el siglo
XX.
No
obstante, las dificultades encontradas en ese camino nunca fueron un obstáculo
para que mujeres valerosas emprendieran en todo momento histórico una intensa
labor de concienciación colectiva que ha trazado una sólida estela para las
generaciones venideras. Es así que en el contexto ecuatoriano se cuenta con una
nómina de pro-mujeres que han marcado hitos de especial relevancia en distintos
espacios públicos, ampliaron nuevos horizontes a la invisibilidad secular y se
enfrentaron abiertamente a los paradigmas dominantes establecidos. De este modo,
no podemos dejar de referenciar a un elenco de ecuatorianas, cuya aportación
fue clave en la conformación cultural e identitaria en los diferentes campos
sociales, políticos, profesionales y en el mundo de las ideas.
Así
la ambateña Ana de Peralta (c. siglo XVIII), nacida en Huachi, es un símbolo
del feminismo ecuatoriano por su rebeldía frente a las disposiciones coloniales
españolas, al encabezar una protesta contra la Cédula Real de 1752, que
prohibía a las mujeres mestizas usar vestimentas indígenas o españolas. Además,
es considerada como promotora del primer movimiento de mujeres en la Real
Audiencia de Quito que luchó por la libertad y los derechos de la mujer.
Manuela
Cañizares y Álvarez (1769-1809) y Manuela Sáenz Aizpuru (1795-1856) son dos
referencias claves y precursoras de la participación de la mujer en el
movimiento emancipador de Latinoamérica, cuyos comportamientos fueron
cuestionados y marginados por la sociedad del momento por trasgredir el rol que
se adjudicaba a la mujer en esa época pero que, afortunadamente, han sido
rescatadas por la Historia en estas últimas décadas. En ese plano de
libertadora-revolucionaria, junto a su compromiso feminista e intelectual, se
encuentra con nombre propio Manuela de la Santa Cruz y Espejo (1753-1829), a
las que algunos recurren a valorar su figura simplemente por ser hermana de
Eugenio Espejo, rebajando su papel de mujer, además, de ser una de las
precursoras de la enfermería en Ecuador.
Otro
icono del movimiento feminista ecuatoriano fue Marieta de Veintimilla
(1855-1907), destacada pensadora y escritora, sobrina del general Ignacio de
Veintimilla, que llegó a desempeñar funciones de décimo primera Dama de la
nación y encargada del poder Supremo en ausencia de su tío. Apodada “la
Generalita” participó en los movimientos armados de 1882 contra los
conservadores. Junto a ello, no debemos obviar la heroicidad de un conjunto de
mujeres activistas insurgentes, las denominadas “guarichas”[1]. Una gran mayoría de ellas
anónimas que no han sido registradas suficientemente por la historia, aunque se
cuenta con algunas referencias, como es el caso, entre otras, de Dominga
Vinueza; Nicolasa Jurado; Inés María Jiménez; Gertrudis Esparza; y Rosa
Robalino.
A
finales del siglo XIX sobresale la presencia de mujeres en la lucha
revolucionaria dentro de las filas liberales en 1895, que desempeñaron tareas
logísticas, propagandísticas y hasta financieras. Entre otras muchas, debemos
señalar a María Matilde Gamarra de Hidalgo; Dolores Usubillaga; Juliana
Pizarro; Maclovia Lavayen de Borja; Carmen Grimaldo de Valverde; Joaquina
Galarza de Larrea; Felicia Solano de Vizuete; Leticia Montenegro de Durango;
Dolores Vela de Veintimilla; Tránsito Villagómez; Filomena Chávez de Duque;
Sofía Moreira de Sabando; Delfina Torres de Concha; Rosa Villafuerte de
Castillo; Cruz Lucía Infante; Delia Montero Maridueña, etc.
La
orense Zoila Ugarte de Landívar (1864-1969) fue una de las pioneras en el
ámbito de la defensa del sufragio femenino, además, de escritora y primera
mujer en ejercer el periodismo en Ecuador, junto a Hipatia Cárdenas de
Bustamante (1889-1972). Fue la primera directora y redactora del periódico
político La Prensa en 1911, fundadora
de la revista La Mujer en 1095 y
directora de la Biblioteca Nacional. En el ámbito del activismo participó en la
creación de la Sociedad Feminista Luz del Pichincha (1922) y del Centro
Feminista Anticlerical (1930), agrupación que luchó por la defensa del derecho
al voto femenino tras su aprobación en 1929, ante el surgimiento de grupos
conservadores.
La
lojana Matilde Hidalgo de Prócel (1889-1974) es otra de las figuras
emblemáticas. Fue la primera mujer en reclamar e inscribirse para ejercer su
derecho al voto, cuando era solo un derecho concedido a los hombres. Su voto
fue el primer sufragio femenino en América Latina. Fue la primera mujer en
Ecuador en doctorarse en Medicina y la primera en ocupar un cargo político por
elección popular en la administración pública en Loja, aunque relegada a la
calidad de suplente, que llevó a miles de mujeres a rebelarse bajo el grito: “¡Queremos una voz femenina que sepa
defender nuestros derechos, pospuestos injustamente por sociedades constituidas
bajo la prepotencia viril!”. En el ámbito cultural y social, fue
vicepresidenta de la Casa de la Cultura Ecuatoriana y presidenta de la Cruz
Roja, ambas en El Oro.
Otra
referencia del feminismo del siglo XX fue la imbabureña Tránsito Amaguaña
(1909-2009), un símbolo de la resistencia indígena y activista comunitaria en
la reclamación de tierras y derechos laborales. Tras su participación en la
huelga agrícola de 1931 le arrebataron su vivienda y pasó a la clandestinidad
durante quince años. Más tarde fundaría la Federación Ecuatoriana de Indios e
impulsaría la creación de escuelas bilingües (castellano y quichua) y tras su
vinculación al Partido Comunista fue acusada de tráfico de armas y encarcelada
en prisión. Fue una de las fundadoras de la Federación Ecuatoriana de Indios y
representante de los indígenas del Ecuador en la Unión Soviética y en Cuba, que
le llevó, tras su regreso a Ecuador, a su ingreso en el Penal García Moreno de
Quito. En 2003 el Gobierno ecuatoriano la galardonaba con el Premio Nacional
Eugenio Espejo.
Otra
figura del feminismo ecuatoriano con una intensa labor indigenista fue Dolores
Cacuango Quilo (1881-1971), nacida en Cayambe y pionera en la defensa de los
derechos indígenas y del campesinado. Desde joven impulsó las escuelas
bilingües y fundó la primera en 1946 y participó en la creación de la primera
organización indígena (Fundación Ecuatoriana de Indios). También colaboró en la
apertura de escuelas sindicales en Cayambe. Tampoco podemos dejar de señalar a otras
insignes del siglo XX, como Rosaura Emelia Galarza Heyman; Isabel Donoso;
Mercedes González de Moscoso; Josefina Veintemilla; y Dolores Sucre.
En
el mundo laboral se crearon organizaciones que defendían las reivindicaciones de
la mujer obrera en Guayaquil. Así en 1918, María de Allieri y Clara Potes de
Freile crearon el Centro Aurora y editaron una publicación feminista pionera de
los derechos de las mujeres, “La Mujer
Ecuatoriana”, que contó con el apoyo de la Confederación de Obreros del
Guayas.
En
el escenario político sobresale la cañareja Nela Martínez (1912-2004), que en
su juventud ingresaría en la filas del Partido Comunista de Ecuador y que llegó
a convertirse en una de las líderes más carismática de su época y primera mujer
diputada. Participó en la revolución La Gloriosa (1944), que derrocó al
dictador Carlos Arroyo del Río, y alcanzó la presidencia del Gobierno durante
unos días, aunque su nombramiento nunca fue oficial. Nela Martínez participó en
la creación y liderazgo de diversas organizaciones, como Unión Revolucionaria
de Mujeres Ecuatorianas y Alianza Femenina Ecuatoriana. Fue diputada suplente
en la Asamblea Constituyente de 1945 y se convirtió en la primera mujer en
ejercer esa función en el país. Es coautora, junto a Gallegos Lara, de la
novela Los Guandos y recientemente se
ha editado otra obra suya titulada “Yo
siempre he sido Nela Martínez”.
En
el mundo educativo y académico nos encontramos con Rosa Cabeza de Vaca que,
nacida a finales del siglo XIX, fue la primera mujer en matricularse en el
Colegio Mejía en 1903 y primera mujer en graduarse en el mencionado
establecimiento educativo; a María Zúñiga (1890-1979), que tras el alcanzar el
logro de integrar a la mujer a la secundaria fue la primera mujer graduada como
médico; a insignes educadoras liberales como Rita Lecumberri Robles; Lucinda
Toledo; Mercedes Elena Noboa Saá; y María Luisa Cevallos. Todas ellas primeras
egresadas del Normal de señoritas que
inauguró Alfaro en 1901; a Dolores J. Torres que fundó una escuela en su casa y
formó la Liga de Maestros del Azuay (1922); y a Piedad Peñaherrera de Costales
(1929-1994), catedrática universitaria dedicada al estudio de la antropología,
etnología e historia y coautora del libro Historia Social del Ecuador, obra
considerada un clásico de la Etnología ecuatoriana. Tampoco podemos obviar a
Hermelinda Urvina (1905-2008), ambateña que fue la primera mujer ecuatoriana y
latinoamericana en obtener en Estados Unidos la licencia de piloto aviador en
1932, además, de participar en la creación de la compañía norteamericana Ninety
Niners conformada por mujeres pilotos.
Cerramos
estas breves pinceladas mencionando, entre otras muchas mujeres, a Lupe Rosalía
Arteaga Serrano (n. 1956), comunicadora, escritora y política que fue la primera vicepresidenta y presidenta del
Ecuador entre el 9 al 11 de febrero de 1997, tras la destitución de Abdalá
Bucaram; a Teresa Guadalupe Larriva González (1956-2007) primera mujer y primer
civil en ser Ministra de Defensa en Ecuador, cuyo nombramiento generó un rechazo
entre los sectores conservadores por el simple hecho de ser mujer; a María
Fernanda Tamayo (n. 1964) e Ivonne Daza (n. 1965), las primeras generales de la
Policía Nacional del Ecuador y a la reciente primera rectora de la Escuela
Politécnica Nacional (EPN), Florinella Muñoz. Asimismo como testimonio y
recordatorio a todas las mujeres de las sociedades originarias, tanto de
América Latina como de Ecuador, queremos finalizar este apartado de forma
simbólica haciendo mención al reciente mural pictórico[2] inaugurado en Quito, que
pretende homenajear la lucha de las mujeres indígenas ecuatorianas y su defensa
de la Pachamama.
En
definitiva, las transformaciones sociales en el ámbito internacional, el
reconocimiento a sus derechos plenos como ciudadanas a través de la facultad de
ser electoras o elegibles, su incorporación al mundo educativo, su incursión al
mercado laboral tanto público como privado y a los espacios de poder, ha
resultado un proceso reciente, lento y vinculado a la adhesión y compromisos
del escenario mundial, con respecto a la igualdad y reconocimiento de la mujer.
Un devenir que ha dado un giro importante hacia la todavía inconclusa
emancipación de las mujeres. Los cambios sociales experimentados y el
establecimiento de los sistemas democráticos en Latinoamérica abrían una nueva
época para la mujer en general y de forma específica la oportunidad de ingresar
a la institución policial, donde intervienen también otros factores junto al
calor de las demandas de las organizaciones feministas y su exigencia en el
establecimiento de políticas públicas sobre equiparación de género.
El
ingreso de la mujer en la institución policial, a nivel general, ha sido una
historia de superación permanente ante los elevados muros construidos por una
sociedad patriarcal y los roles establecidos de una división del trabajo por género,
con espacios reservados exclusivamente al hombre, como ha sido el caso de la
institución policial. Un ejemplo de lo comentado fue el cierre de la Escuela
Superior de Policía a la mujer ecuatoriana, durante 10 años, a partir de la
promoción de 1987.
Los
orígenes de la incorporación de la mujer a las instituciones policiales en la
región se sitúan de forma progresiva en distintos momentos y fases entre la
década de los 30 al 70 del siglo XX en relación a las funciones desempeñadas. En
ese sentido se puede distinguir dos etapas: una previa y otra de consolidación.
La
incorporación de las mujeres al mundo policial en los EE.UU. arranca en una
fecha temprana, en 1845, aunque de un modo informal, relegadas a tareas menores
y sin ser denominadas mujeres policías hasta 1910. En Francia, su ingreso se
producía en 1935 bajo la denominación de “asistentes de policía” y sin uso de
uniforme. En México, su incorporación se iniciaba en 1930 con el ingreso de 69
mujeres en la llamada “Policía femenina”, cuyas funciones encomendadas también
eran menores.
En
Argentina, la primera tanda de “Agentes Femeninos” en la Policía Federal se
producía en 1951 y en 1978 se incorporaba la primera promoción de mujeres. En Uruguay, el primer ingreso de la mujer en la fuerza policial fue en 1914 con la
incorporación de Generosa Brandón en calidad de escribiente, a la que le
siguieron en 1922 otras mujeres a desarrollar las mismas tareas. Posteriormente
en 1931 se creaba la “Policía Femenina” y se producía el ingreso del
primer grupo de seis mujeres.
En
Perú, la primera promoción de mujeres en la ex-policía de Investigaciones del
Perú se realizaba en 1956 y, a partir de entonces, su presencia sería más
notoria en otras instituciones, como fue el caso de la Guardia Republicana peruana,
que permitía, en 1981, el acceso a la mujer a esa fuerza del orden; aunque con
anterioridad, en 1954 se había iniciado la colaboración de la mujer en los
departamentos policiales, con la responsabilidad de cuidar a las mujeres
arrestadas, bajo la denominación en aquellos momentos de “matronas” y “celadoras”.
En Colombia, la incorporación de la primera mujer a la
fuerza policial fue en 1953, a quien se le confería el grado de teniente
segunda honoraria con el fin de realizar actividades de carácter social. Y en
1954 se llevaba a cabo la admisión de señoritas aspirantes a la Policía
femenina, cuyas funciones se centraban en el cuidado de los niños en espacios
públicos, la vigilancia frente al trabajo infantil, ingreso a espectáculos
públicos, garantizar el cumplimiento de sus derechos, entre otros. En 1976 autorizaba
a la Escuela General Santander a la concesión del título de profesional de
policía y en ese mismo período ingresaban como oficiales de servicios las
primeras doce mujeres profesionales. En este momento se da inicio a una segunda
etapa, en 1977, cuando la Escuela de Cadetes de Policía General Santander incorporaba
a 21 profesionales, de las cuales 12 eran mujeres, para seguir el curso de
oficiales.
En Chile, la incorporación femenina en los Carabineros se iniciaba
en 1962 con una convocatoria que había congregado a más de 2.000 postulantes para 104 vacantes. Sin embargo, la
ausencia posterior de aspirantes en los años siguientes a los
cursos de oficiales originó su suspensión en 1978 para ser restaurada en 1989.
En Nicaragua, tras el triunfo de la
Revolución Popular Sandinista y la disolución de la guardia nacional en 1979,
que asumía funciones militares y policiales, un grupo de hombres y mujeres combatientes
guerrilleros recibían la orden de organizar la Policía Nacional el 5 de
septiembre de 1979. Y por último en Costa
Rica, su origen se sitúa en 1978 y la creación
de la Policía Femenina en 1979 que desapareció en 1994 para iniciar un proceso
de reclutamiento de mujeres más profesional.
De
modo que, como hemos visto, la presencia de mujeres en las policías de América
Latina y el Caribe es un fenómeno relativamente reciente, donde los cambios
sociales experimentados y el establecimiento de los sistemas democráticos en
Latinoamérica abrían una nueva época para la mujer en general y de forma
específica la oportunidad de ingresar a la institución policial, donde
intervienen también otros factores junto al calor de las demandas de las
organizaciones feministas y su exigencia en el establecimiento de políticas
públicas sobre equiparación de género. La década de los 70 fue el momento de
entrada de las mujeres a las instituciones policiales en muchos países de Latinoamérica.
Un ingreso que se producía mediante la creación de brigadas femeninas o la
asignación a las mujeres de labores con un carácter preventivo (cuidado de
niños y niñas, policía escolar, tránsito, narcotráfico y delincuencia juvenil)
y que, poco después, se iba ampliando sus funciones y se equiparaba, al menos
teóricamente, a los hombres. El promedio actual de la participación femenina en
los cuerpos policiales de 24 países de América Latina y el Caribe es de tan
sólo un 13%. Entre esos países destaca Nicaragua con el 27% de mujeres, seguido
por San Cristóbal y Nieves (26%), Guyana y Jamaica (ambos con un 25%).
Los
cuerpos policiales de los países Latinoamericanos, a pesar de su retraso en la
incorporación de la mujer y de la enorme dificultad en ocupar puestos de
mandos, tiene una evolución más intensa con respecto a los países centrales. La
primera mujer alférez mayor y oficial de la policía Metropolitana en Venezuela
y en América Latina fue Odalys Hernández, que realizó su curso de formación de
oficiales entre 1970-1972. Habría que esperar a 1998 para que una mujer
alcanzara el máximo rango en un órgano policial en América Latina: la general
chilena Mireya Pérez Videla, luego de una carrera de 30 años en el cuerpo de
Carabineros. En 2006 Aminta Granera Sacasa fue nombrada jefa de la Policía
Nacional de Nicaragua, cargo que ejerció hasta 2018. En 2009, Luz Marina Bustos
Castañeda se convertía en la primera mujer que obtenía el grado de General en
Colombia. Mientras que en 2016 dos mujeres policías de Ecuador fueron
ascendidas por primera vez en la historia de la institución al grado de
general, Ivonne Daza y María Fernanda Tamayo. Del mismo modo, en diciembre
2018, dos mujeres alcanzaban el grado de general por primera vez en la historia
de la Policía Nacional de Perú: Ángela García Estación y María Hinostroza
Pereyra, aunque sin rango de armas, es decir, sin capacidad de dirigir la
institución.
Como
elemento de referencia para el lector, se esboza a continuación algunos rasgos
generales sobre la Policía Nacional de España, al objeto de una resituación con
respecto al contexto internacional. La Policía española, institución pionera en
su territorio con la incorporación de personal femenino llevada a cabo durante
su etapa de transición democrática, abría sus puertas en 1979 al ingreso de las
primeras cuarenta y dos mujeres inspectoras en la Escuela General de Policía. En
2018 su contingente alcanzaba la cifra de casi 9.000 agentes mujeres, que viene
a representar un poco más del 13% de su plantilla total, distribuidas en entre las
distintas especialidades y con distintos niveles de responsabilidad. De este
modo, la Policía española cuenta con índices que alcanzan los objetivos
demandados por la Red Europea de Mujeres Policía, tanto en el número de mujeres
en sus filas, como en el acceso a las posiciones de mando. Estos datos muestran
que la realidad ecuatoriana (6.410 mujeres policías, que representa un 13% de su
plantilla) se encuentra en una situación similar a la española, tanto en cuanto
al porcentaje de mujer en la institución como a la presencia de mujeres en
altos cargos (Ecuador cuenta con dos generales mujeres y España con dos mujeres
en la categoría profesional más alta en el cuerpo policial, Pilar Allúe primera
mujer nombrada en 2012 y Eulalia González en 2018.
Se
ha referenciado con anterioridad que la mujer policía, al igual que en otras
parcelas del mundo laboral, ha encontrado toda una serie de obstáculos que ha
impedido su acceso a los puestos de liderazgo y mando y, por lo general, en la
inmensa mayoría de las ocasiones las mujeres policías eran asignadas a unidades
de trabajo de menor relevancia. De modo que, con el propósito de corregir esa
situación discriminatoria, nacían las unidades de género, cuya finalidad consistía
en supervisar y monitorear esos procesos de equilibrio e igualdad. A pesar de
ello, todavía hoy sigue siendo muy escasa la presencia femenina en los
organigramas de mandos en el escenario internacional, como vemos a
continuación. La llegada de una mujer a ocupar el cargo más alto de la Policía
Metropolitana de Washington tenía lugar en 2007, con el ascenso de Cathy
Lanier, que se había iniciado como patrullera. El ascenso de una mujer al puesto
de más alta responsabilidad policial en Inglaterra, también, es un acontecimiento
muy cercano en el tiempo, ya que tenía lugar en 2017 tras la designación de Cressida
Dick como comisionada de la Policía Metropolitana de Londres, con lo que se
convertía en la primera mujer en liderar el Scotland Yard en sus 188 años de
historia. Un año más tarde, en 2018, se nombraba por primera vez a una mujer, a
Brenda Lucki, jefe de la policía federal de Canadá, un país que se caracteriza
por una escasa representación de mujeres.
Este
libro, Mujer policía: Historia, lucha y
vocación, posee una serie de rasgos dignos de ser resaltados: constituye el
primer estudio que tiene por tarea central la reconstrucción histórica del
papel desempeñado por la mujer en la Policía Nacional en Ecuador, con todas las
implicaciones que conlleva el análisis con respecto a sus vinculaciones
sociales y rol de género. En segundo lugar, esta loable iniciativa nace desde
el propio seno de la institución policial y ha sido desarrollada por un
cohesionado equipo de mujeres y hombres policías ecuatorianos que no son
investigadores pero que han sido capaces de materializar un trabajo meritorio,
serio, riguroso y muy profesional, bajo la coordinación de la General Inspector
María Fernanda Tamayo Rivera y la Mayor Mirian Son Kwak. Finalmente, un tercer
aspecto, es que estas páginas integran colaboraciones de académicos, que han
sido invitados a participar en este proyecto, toda una declaración explícita de
la institución policial en su decidida acción de vinculación a la sociedad
ecuatoriana.
La
estructura de esta obra consta de seis capítulos. El primero aborda una
caracterización de las fases del movimiento feminista conectado al sistema
productivo, mundo laboral y su correspondencia con los derechos, las acciones
de las organizaciones no gubernamentales, la elaboración de instrumentos de
carácter nacional e internacional y las principales etapas de la incorporación
de la mujer a la Policía Nacional de Ecuador, en el contexto jurídico
ecuatoriano. El segundo capítulo se centra en dos aspectos previos con la
finalidad de ofrecer al lector no especializado una clarificación conceptual y una
contextualización sociohistórica del proceso de incorporación e inclusión de la
mujer en la Policía Nacional del Ecuador. El tercer bloque se destina a
presentar la evolución histórica de la presencia de la mujer en la institución
policial desde sus orígenes, con la incorporación en el área administrativa
entre 1937-1941, pasando por la participación femenina en calidad de enfermeras
en el conflicto de 1941 y el ingreso paulatino desde 1944 hasta la actualidad. El
cuarto capítulo se centra en analizar y valorar los logros alcanzados en ese
complejo y angosto recorrido iniciado por la mujer e inconcluso proceso de integración
en el cuerpo policial. En el quinto capítulo se realiza un recorrido por las
vivencias y experiencias de un grupo de mujeres policías a través de sus
propios testimonios de vida. El último capítulo abre una serie de reflexiones sobre
retos y perspectivas de futuro, que deben ser abordadas para cimentar una
integración plena de género en la institución policial ecuatoriana.
En
conclusión, la lenta introducción de cambios y reformas normativas han creado,
sin duda, unas mejores condiciones en el plano de igualdad entre género, aunque
estos instrumentos no terminan por erradicar definitivamente las prácticas
discriminatorias y vejatorias en los distintos ámbitos y tampoco se ha
traducido en un cambio de mentalidad generalizado en la sociedad actual, que se
manifiesta en la persistencia de rasgos y comportamientos en diversos contextos
sociales, laborales e institucionales. De modo que publicaciones como estas son
necesarias e imprescindible en ese proceso de concienciación institucional y
social. Además debemos resaltar el valor que contiene esta obra derivado del
explícito y ejemplar compromiso de la Policía Nacional del Ecuador en abordar y
contribuir a una generación de cambios, tanto endógenos como exógenos, en ese
proceso de reconocimiento a la trayectoria de la mujer policía ecuatoriana y de
la equiparación entre género, que tiene como finalidad el establecimiento de
conductas y comportamientos respetuosos con “el otro”, como aporte a la nueva
configuración social de Ecuador. Sin duda, la realidad se ha transformado
sustancialmente, aunque todavía queda un largo trecho por recorrer en ese
proceso de igualdad y reconocimiento. Nunca los inicios son fáciles, el camino
siempre es largo y los objetivos se multiplican pero la disciplina, el
compromiso, el coraje y la preparación demostrada por estas mujeres policías,
las de ayer y las de hoy, se han hecho merecedoras de un espacio privilegiado
en los Anales de la Historia de Ecuador.
Independientemente
de las consideraciones expuestas, este libro contiene y encierra un mensaje
dirigido a las instituciones, a la ciudadanía ecuatoriana y del mundo, para afrontar
una profunda reflexión que nos debe conducir a seguir construyendo una sociedad
libre entre todos sus miembros sin exclusión por motivos de género, etnias,
clases sociales, ni creencias.
No
debo concluir estas breves líneas sin realizar una mención y ofrecer un sentido
homenaje simbólico de quien suscribe estas palabras, a las cadetes de la
Policía Nacional del Ecuador, ERIKA SOFÍA CHICO VALLEJO, asesinada, y a CAROLINA
SANANGO, herida, en el reciente atentado terrorista en Colombia, donde se
encontraban en fase de formación en la Escuela de Oficiales General Francisco
de Paula Santander, junto al fallecimiento de 20 personas y 60 heridos.
Asimismo hago extensivo mi reconocimiento a todas las mujeres y hombres
policías que han desempeñado su labor desde principios éticos marcados por la
responsabilidad, la profesionalidad y el respeto hacia la sociedad ecuatoriana.
(*) Este texto corresponde al Prólogo al
libro "Mujer Policía: Historia,
lucha y vocación", editado por Instituto de Estudios Históricos de la Policía
Nacional -INEHPOL- y la Inspectoría General de la Policía Nacional del Ecuador (2019).
[1] Con este término
se designaba a la mujer que integraba las fuerzas libertadoras. En un principio
su uso era empleado de forma despectivo y posteriormente adquiría una
connotación heroica, para referirse a la destacada participación de la mujer en
la causa patriótica. Estas mujeres se vestían con atuendo de hombres y asumían
una identidad masculina para eludir la prohibición a las mujeres de acompañar a
las tropas.
[2] Sus autores son los artistas plásticos Mona Carón, de origen suiza, Raúl Ayala y David Cevallos, ecuatorianos.
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