domingo, 22 de julio de 2018

La Universidad, entre la irrelevancia y la cretinización de alto nivel

Me es grato compartir con los lectores de este Blog y muy especialmente con mis alumnos y colegas universitarios un artículo de fondo, clave y esencial de un amigo al que admiro por su compromiso social e intelectual como es Federico Aguilera Klink, catedrático de Economía Aplicada y Premio Nacional de Economía y Medio Ambiente (2004).



El deterioro de la Universidad, si es que alguna vez noha estado deteriorada, queda evidenciado con lo ocurrido en la URJC sobre el Máster de Cifuentes. Pero el deterioro va más allá de este tipo de corrupción y abarca otra corrupción que se puede considerar como el ‘engaño’ en la enseñanza o la falta de cumplimiento de los objetivos de algo que se pueda calificar en serio de Universidad, en el sentido de que enseñe a pensar y haga a las personas mejores personas, precisamente porque se centre en enseñar a pensar por cuenta propia, planteándose las preguntas relevantes para poder entender el mundo en el que vivimos y para poder entenderse mejor uno mismo y rechace el enseñar a obedecer.

En este sentido, la sugerencia que hacía Antonio Machado en su Juan de Mairena en 1936, sigue siendo totalmente válida. “Seguid preguntando, nunca os canséis de preguntar, sin preocuparos demasiado de las respuestas. Vosotros sabéis que yo no pretendo enseñaros nada, y que sólo me aplico a sacudir la inercia de vuestras almas, a arar el barbecho empedernido de vuestro pensamiento, a sembrar inquietudes. Preguntadlo todo, como hacen los niños. ¿Por qué esto? ¿Por qué lo otro? ¿Por qué lo de más allá?...Vosotros preguntad siempre, sin que os detenga ni siquiera el aparente absurdo de vuestras interrogaciones. Veréis que el absurdo es casi siempre una especialidad de las respuestas”. Pero la Universidad sigue sin prestar atención a Machado.

“Las universidades se han convertido en amplia medida en las criadas del sistema corporativista. Y esto no se debe sólo a  las especializaciones académicas y sus impenetrables dialectos, que han servido a su vez para ocultar tras multitud de velos la acción gubernamental e industrial…si las universidades son incapaces de enseñar la tradición humanista como parte central de sus más alicortas especializaciones, es que se han hundido otra vez en lo peor del escolasticismo medieval”  (Ralston, La civilización inconsciente, 1997: 81-82). El resultado final es que las miradas críticas, humanistas o, simplemente, conectadas con las preocupaciones reales de las personas son poco habituales en las universidades que, en su mayoría, forman ya parte del ‘establishment’ como criadas pero instaladas en la creencia (¿engañándose?) quizás, de que su trabajo es honesto intelectualmente y socialmente relevante aunque, en la mayoría de los casos no es así. Dados los incentivos académicos para ser considerado merecedor de una plaza de profesor, cada vez es más necesario que el trabajo académico sea socialmente ‘irrelevante’ y no cuestione nada si quieres que te publiquen en alguna revista ‘académicamente relevante’ en el sentido de que ‘cuente’ como mérito académico. Esto es lo que el escritor norteamericano Philip Roth en su novela La mancha humana (2000), califica de ‘Basura académica prestigiosa’, refiriéndose a las universidades norteamericanas. La situación ha ido a peor. “Las universidades ya no preparan a sus alumnos para el pensamiento crítico, no les enseñan a analizar y criticar los sistemas de poder y los presupuestos culturales y políticos….se han convertido en escuelas profesionales, en criaderos de gestores de sistemas preparados para servir al Estado empresarial. Firmando un pactofaustiano con éste, muchas de esas universidades han visto incrementarse las donaciones que reciben y los presupuestos de sus departamentos con miles de millones de dólares procedentes de empresas y del Gobierno….A cambio, esos centros universitarios, al igual que los medios de comunicación y las instituciones religiosas, no solo guardan silencio sobre el poder empresarial, sino que también tachan de <político> a todo aquel que dentro de sus confines cuestiona los desmanes empresariales y los excesos del capitalismo sin trabas…sobre todo en los departamentos de Ciencia Política y Economía, repiten como loros la desacreditada ideología del capitalismo desregulado” (Hedges, La muerte de la clase liberal, 2011,22-23).
El resultado final es la irrelevancia intelectual y social de la Universidad como espacio de reflexión y de pensamiento independiente, convertida desde hace mucho tiempo en un espacio de sumisión y de aburrimiento. Las Universidades llevan muchos años vendiendo humo. Los estudiantes ven con claridad que no aprenden sino que asisten, dentro del esquema del “estalinismo de mercado” (Fisher, Realismo capitalista. 2016) a un ritual (no se le puede llamar enseñanza) en el que no cuenta que se aprenda sino que “prima la evaluación de los símbolos del desempeño sobre el desempeño real” (Fisher, 2016,76). Es decir, que se satisfaga la apariencia de aprender, de ahí tanta burocracia y papeleo inútil de carácter ceremonial que hay que cumplir sin que importe en absoluto si los estudiantes realmente aprenden a pensar por cuenta propia. Lo importante para aprobar la evaluación que el Ministerio realiza de cada Facultad o Grado, de cara a renovar la acreditación para seguir impartiendo la enseñanza, es demostrar que se cumple un protocolo, que se obedece, que se rellenan bien las Guías Docentes (aunque no se sepa bien qué se dice en ellas) no qué es realmente lo que se enseña.
Obviamente, formar personas que piensen por cuenta propia es una amenaza para la continuidad de esta ‘normalidad patológica’ por lo que “…deberá enseñarse la ignorancia en todas sus formas posibles” [1]. El problema es que “…no se trata de una tarea fácil y, hasta el momento, salvando algunos progresos, los profesores tradicionales no han recibido una formación adecuada al respecto. La escuela de la ignorancia requerirá reeducar a los profesores, es decir, obligarles a “trabajar de forma distinta”, bajo el despotismo ilustrado de un ejército potente y bien organizado de expertos en “ciencias de la educación”. Evidentemente, la labor fundamental de dichos expertos será definir e imponer (por todos los medios de que dispone una institución jerárquica para garantizar la sumisión de los que de ella dependen) las condiciones pedagógicas y materiales de lo que Debord llamaba la “disolución de la lógica”: en otras palabras, “la pérdida de la posibilidad de reconocer instantáneamente lo que es importante y lo que es accesorio o está fuera de lugar; lo que es incompatible o, por el contrario, podría ser complementario; todo lo que implica tal consecuencia y lo que, al mismo tiempo, impide” (Michéa, La escuela de la ignorancia y sus condiciones modernas, 2002, 46-47). (Cursiva en el original).
Y lo mismo ocurre con la investigación, lo importante no es qué se investiga sino dónde se publica. Mi experiencia es que la credibilidad la tienen, a título individual, algunos profesores/as pero en conjunto la universidad es un espacio estéril, de ignorancia, del que los estudiantes están deseando escapar lo más pronto posible (Saludable desprecio, llamaba Azaña en 1911 a esta actitud) con su papelito-título de dudosa utilidad. Esta huída es más que comprensible pero no es nueva. Hace ya bastantes años que suelo hacer dos preguntas a los estudiantes de distintas universidades cuando imparto algún curso o conferencia. La primera es ¿Cuándo dejaron ustedes de estudiar para aprender y empezaron a estudiar para aprobar? La respuesta unánime es: en el primer cuatrimestre del primer curso de la Licenciatura o del Grado, algo que yo interpreto como el desánimo total ante las prácticas habituales de enseñanza. La segunda es ¿Cuántos profesores sienten que realmente les han enseñado algo o les han transmitido entusiasmo a lo largo de los cursos de Licenciatura o de Grado? La respuesta nunca pasa de cinco profesores en toda la carrera, el mismo resultado que expresé yo, y el grupo de estudiantes amigos, a lo largo de mis años de estudio de la Licenciatura de Económicas en la Universidad Complutense de Madrid entre 1970 y 1975.
Una Universidad con estos resultados está prácticamente muerta, es realmente una escuela de ignorancia y prepara a los estudiantes para ser “cretinos militantes”, como señala Debord o simplemente los prepara para esta normalidad patológica. De hecho, era Edgar Morin el que afirmaba en su Introducción al pensamiento complejo (1994) que “Mientras los medios de comunicación producen la cretinización vulgar, la Universidad produce la cretinización de alto nivel.  La metodología dominante produce oscurantismo porque no hay asociación entre los elementos disjuntos del saber ni posibilidad de engranarlos y de reflexionar sobre ellos”.
Aunque habría que ver en qué medida este “estudiar para aprobar” es una señal de inteligencia, asumiendo que no van a aprender las majaderías que se les pretenden enseñar, y les hace más inmunes a esa cretinización, pues los estudiantes aprenden que tienen que repetir lo que el profesor les dice pero sin creerse nada de lo que escriben. Memorizan, repiten y borran esperando que en algún otro momento puedan tener la posibilidad de aprender algo y disfrutarlo. Como le dice un estudiante a otro en un dibujo de El Roto, “Mejor es que crean que no entendemos lo que leemos a que sepan que no nos interesa”. Y en otro dibujo del mismo autor, un estudiante le dice a otro, “Los llaman exámenes, pero se trata de saber si agachamos bien la cabeza”. El dibujante Miguel Brieva acierta plenamente con su dibujo sobre la enseñanza al mostrar que ésta se centra en enseñar a Repetir (mentiras) en lugar de enseñar a Pensar por cuenta propia. Por otro lado, la mayoría de las carreras universitarias siguen siendo excesivamente largas y sin apenas contenido relevante, sin enseñar a relacionar, duplicándose  y triplicándose “temas sin contenido y sin profundidad” y evitándose las cuestiones clave y las preguntas relevantes que son las que permiten comprender en qué sociedad vivimos, qué implicaciones tiene nuestra manera de “pensar” y de vivir y qué perspectivas tenemos como especie para vivir de manera razonable en este planeta.
“Pregunté a un médico cuánto tiempo tardaría en enseñarme a ser médico. ‘Seis semanas’, respondió (…) Después de todo, no tardamos en olvidar al menos la mitad de lo que aprendemos en la universidad (…) Pregunté a un ingeniero cuánto tiempo tardaría en enseñarme a ser ingeniero. ‘Tres meses’, respondió. No a ser un verdadero ingeniero, sino a comprender su lenguaje y sus problemas, a aprender lo esencial de su forma de pensar" (Zeldin, Conversación, 1999). Y peor aún sería con los estudios de Ciencias Sociales donde se ‘enseña’ a base de Manuales obsoletos y descontextualizados y se repiten consignas sin tener tiempo para reflexionar sobre las cuestiones y conceptos relevantes.
Desde hace unos años, este espacio estéril va siendo cada vez más controlado y mediatizado por las mal llamadas cátedras empresariales que, en España, acabarán haciéndose con las propias universidades y dirigirán sus planes de estudio, su investigación y su formación hacia lo que les interese a esas cátedras que, con seguridad, no va a ser comprender en profundidad qué es lo que está ocurriendo, algo que ya saben bien pues son ellas protagonistas y orientadoras de lo que ocurre. Ya sabemos que los bancos no van a crear cátedras que estudien con libertad temas como las pensiones públicas para que se pueda concluir que los bancos tienen que pagar más impuestos y que hay soluciones distintas a las de suscribir planes privados de pensiones, ni es probable que las cátedras de Turismo vayan a aconsejar disminuir el número de turistas aunque la saturación sea obvia y los costes sociales que impone el turismo sean muy elevados. Las cátedras están creando profesores e investigadores sumisos y obedientes que, además, se sienten orgullosos de su trabajo sumiso. La continuidad de la irrelevancia y de la mediocridad está garantizada y, mientras los estudiantes aguanten y no hagan públicas sus vivencias y expresen su queja por el fraude que supone recibir unas clases de tan baja calidad, esto no cambiará como no parece haber cambiado mucho desde hace más de un siglo.
En 1911, Azaña escribió un breve texto sobre la Universidad que mantiene una actualidad lamentable, ahora teñida con un barniz de pedagogía moderna, y con el mismo desprecio por parte de los estudiantes, ahora disfrazado de ‘fracaso escolar’ aunque quizás sería más preciso calificarlo como rechazo estudiantil o fracaso de la Universidad. Señalo algunos párrafos, “Triste y difícil es la vida de Universidad (…) hay que sufrir la aridez de las clases sin objeto, someterse a una gimnasia mental absurda, apechugar con libros farragosos y tragarlos como quien traga estopa (…) A las «lecciones  de cosas» que se esfuerzan en darle los últimos  eslabones  de la cadena  administrativa  opone la juventud un saludable desprecio. ¡Todo esto pasará como una torturante pesadilla! El escolar aprende a contar el tiempo, como no lo contará más en su vida, como no lo cuenta nadie, sino cuando está cautivo o preso (…) Hornadas de doctores, de licenciados, salen cada año preparados para abrirse camino a través de la libre competencia. Mas, ¡a qué precio! La Universidad no es un hogar  científico,  un  centro  de  investigación,  un  probadero  de la aptitud; es una oficina  montada  para  servir los intereses ya nombrados, una estufa donde se mantienen vivas y se cultivan las más perniciosas supervivencias. El régimen de la Universidad parece hecho para adormecer las grandes cualidades y fomentar el contagio moral, la propagación de todos los gérmenes nocivos que incuba el alma.  En ese régimen  naufragan  los peores  y los mejores; flotan y sobreviven los mediocres” (Azaña, “El templo de Minerva”, 1911). Desde luego, después de lo que está aflorando a raíz del caso Cifuentes (y de los muchos casos similares que debe haber en otras universidades), hay que reconocer lo poco que hemos avanzado.

[1] http://lhblog.nuevaradio.org/b2-img/DebordGuyComentarios.pdf

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