Están ahí. A todas horas, todos los
días. Recogen la indiferencia de muchos, que ocultan con descaro sus miradas. Unos
pocos ofrecen su compasión a través de unos centavos, para limpiar su alma o su
consciencia. Son las mismas caras en los mismos lugares y cada cierto tiempo aparecen
nuevos rostros. Motivos y caminos distintos les han traído hasta aquí.
Unos, son luchadores por la
supervivencia diaria con sueños tan efímeros que son prácticamente
inexistentes. No tienen poetas que les canten, ni bandera, ni mañana, solo un
atronador silencio. Están solos. Olvidados.
Otros, en cambio, son verdaderos artistas
del engaño, de la treta, vividores sin cuello blanco, aunque minoritarios y
menos desgraciados que esa alcurnia de baja estofa que tanto prolifera en los
distintos estratos sociales.
Casi todos los días al pasar por la
Avenida Loja (en la Cuenca del Austro ecuatoriano), esquina con la calle
Remigio Crespo, justo en el semáforo, me encuentro con un Señor mayor con un
cartel en la mano solicitando ayuda. Esa escena, como muchas otras que veo a
diario, me rompe en pedazos el corazón, me atraganta el alma, y en algunas
ocasiones, cuando el tráfico me lo permitía, paraba el coche y le dejaba alguna
ayuda. Esa persona comenzaba a formar parte de mi vida y quería un día bajarme del
carro y hablar con ella, conocer su vida, hacerle una entrevista. Pero mi vergüenza
y dolor ganaban una y otra vez a mi intención. Hasta que hace unos días, con todo
mi respeto y consideración me atreví por fin, rompí esa barrera y encontré a un
ser humano que me dio toda una lección. Concertamos una cita para dos días
después. Pasé a buscarlo y nos fuimos a un restaurante donde estuvimos dos
horas conversando sobre su vida. Este texto que compartimos es una pequeña
parte de nuestro encuentro y tiene como finalidad acariciar un sentimiento de
humanidad, de respeto, solidaridad y consideración hacia el otro.
Nuestro amigo se llama René Añasco Villarroel (Ecuador, 1956). Nació en el seno de una amplia familia con nueve hermanos. Su
padre, José Miguel Añasco Tiglia, oriundo de San Pablo de Otavalo, y su madre,
Laura Marina Villarroel, natural de Salasaca, provincia de Tungurahua. Esta
familia decidió emigrar a finales de la década de los 60 de la pasada centuria a
Venezuela, ante la difícil situación socioeconómica vivida durante el gobierno
de José María Velasco Ibarra, para instalarse en Caracas, cuando René contaba
con apenas diez años de edad, y donde sus padres se dedicaron al comercio de
ropa.
Ocho años después, su familia retornó
a Ecuador, a excepción de René que permaneció en Venezuela. Tenía el sueño de
ser pelotero y quizás esa idea se vio reforzada por las nuevas amistades de un
grupo de estrellas de la constelación futbolística, ya retirados, con los que
coincidía en la Plaza Candelaria en Caracas, como el uruguayo Julio César Britos,
que militó
en el Club Atlético Peñarol, en el Real Madrid y se proclamó campeón del Mundo con
su selección nacional en 1950 en Maracaná;
Miguel Ángel Moreno, también uruguayo; Nelson Cabeza, colombiano; Ulpiano Arias,
primer arquero campeón de Ecuador, nacido en Riobamba; y José Beracasa, quien organizaría
un equipo, Caracas F.C., con la idea
de ascenderlo a la máxima categoría.
René creía, en aquellos momentos, que
podía ser alguien en el mundo del fútbol, aunque no resultó así. Empezó jugando
en equipos de barrio, en la escuela, en una categoría libre, participó en la
Liga del Seducan (un campeonato inter-empresarial) y en un equipo de la isla de
Margarita, llamado “Ecuador”, que llegó
a jugar la Liga estatal. Desgraciadamente sufrió una lesión en su pierna y durante
el tiempo de rehabilitación empezó a correr. A partir de ahí descubría y se
iniciaba en el atletismo, en la disciplina de medio maratón y maratón, llegando
a competir en el “Maratón Internacional de la Frontera”, al Norte de Santander
(Colombia), donde se enfrentó a Víctor Mora, el mejor corredor colombiano, toda
una leyenda. A partir de ese momento obtuvo el patrocinio de Radio Caracas TV percibiendo 6.000
bolívares. Posteriormente, intervendría en el “Maratón Presidente de la República”, el “Meridiano de los Barrios”, en Mérida, San Cristóbal y Maracaibo,
hasta que fue seleccionado para competir en los Juegos Olímpicos de Montreal en
1976 representando a Venezuela. Sin embargo, un problema administrativo con su
pasaporte (por aquel entonces la Ley no permitía a un ecuatoriano tener doble
nacionalidad) fue descalificado, aunque le permitieron participar
simbólicamente, sin opción de optar a nada. Entre los 82 corredores alcanzó la
posición 25. Poco más tarde, a pesar de un accidente de trabajo donde perdió un
ojo, consiguió participar, bajo bandera venezolana, en el Sudamericano de
Triatlón, donde obtenía la victoria en su categoría.
René compaginaba su actividad
deportiva con la pintura publicitaria, como pescador (llegando a ser dirigente de
ese gremio) y también fue coordinador en Venezuela de la organización de “Ecuatorianos
Residentes en el Extranjero” (ERE), con la misión de recoger firmas para lograr
la aprobación de la doble nacionalidad, condición que goza en la actualidad.
Por aquel entonces vivía muy cómodamente
en la hermana República del Libertador, pero una denuncia por corrupción, presentada
en 2018 ante la Fiscalía General contra un cargo público, le torció la vida.
Sufrió una serie de amenazas y tuvo que abandonar el país cruzando
irregularmente la frontera con Colombia, con el apoyo logístico de la
Cancillería ecuatoriana para regresar a su tierra natal, donde comenzó una
nueva vida llena de penalidades, con el único sustento de la caridad que
recibía en la calle. Primero en Quito y luego en Guayaquil, ciudades donde fue asaltado
en varias ocasiones, y desde hace tres meses en la ciudad de Cuenca. Nos
comenta que la gente le ayuda, aunque también es el blanco de la burla de
otros. Se siente muy incómodo, porque esa no es la forma, ni el modo en que
quiere ganarse la vida, así que ofrece gratuitamente sus servicios como masajista,
como preparador deportivo y está a la espera de que el Municipio de Cuenca le
autorice poder dedicarse a la venta de empanadas.
Cuando le preguntamos cómo definiría
su vida, nos comentó que “su condición
clínica es muy complicada, pasó el Covid” y se moriría feliz, con una
sonrisa de oreja a oreja. “Me moriría
feliz por todo lo que logré, que fueron sueños de niño. Jugué en un estadio, en
un equipo profesional, fui capitán de barco –otro de sus sueños que cumplió–. Siempre me gustaron las mujeres lindas,
las mujeres bellas, y entre ellas conocí (cuando América Express lo contrató
para hacer un spot publicitario de cara al Mundial de España) a Margot Hermiway, la nieta de Ernesto Hermiway.
Tuve una relación de seis meses” y se arrepiente de no haberse ido con ella
a los EE.UU. como le había propuesto.
Concluimos esta conversación
intentando conocer qué piensa o siente cuando va caminando por la calle y se
encuentra con otras personas que están en su misma situación: “Siento impotencia, un gran remordimiento,
porque hay gente más erudita o más preparada que yo. Tengo amigos médicos y
abogados vendiendo avena La Polaca. ¿Qué sueños pueden tener esas personas? No
es posible soñar en esa situación tan triste”.
La vida es, sin duda, tan caprichosa, aleatoria e imprevisible, como injusto y depredador es el contexto social que hemos construido, aunque tenemos la capacidad, pero, sobre todo, deberíamos tener el firme compromiso de revertir estas y otras situaciones. Ojalá llegue un día donde “el otro” sea más importante que uno mismo. Te deseo mientras tanto, mi querido amigo René, que una nueva luz ilumine el camino de tu vida.
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