No vamos a
descubrir ahora al gran poeta, tampoco vamos a disertar sobre su magna obra, ni
siquiera pretendemos redibujar sus imborrables huellas impregnadas en las aulas
universitarias. Tan sólo aportar un fugaz destello sobre un gesto que alumbra
grandeza, sensibilidad y bondad.
Desde luego no es nada frecuente -en una sociedad de tanta
arrogancia individualista y egocéntrica- que un “grande” en
cualquier actividad, creativa o no, rebose sencillez y humildad hacia el “otro”,
hacia los demás, hacia el que se inicia -rebosante de ilusión,
sin más ambición que una ligera maleta llena a reventar de ganas y sueños por
crecer en una constante búsqueda de un espacio de letras, cargado de vivencias,
sentimientos, ideas y utopías- para extenderle su mano franca,
limpia y maestra que le impulse a seguir deambulando por los senderos de la
vida.
Esa ha sido la inconmensurable muestra y lección humanística ofrecida por
Jorge Dávila Vázquez, uno de los más grandes literatos cuencanos y ecuatorianos
contemporáneo, que retrata por sí solo a un hombre modélico e integral, que es
más que un poeta, que es más que un docente, es un espejo donde mirarnos para
modelar hombres y mujeres nuevos que tanto necesitamos.
Conocía al poeta, al maestro pero no a ese “ser gigante”. No
dispongo de suficientes elogios para mostrar mi inmensa gratitud por ese
magnánimo y significativo agasajo, concretado en un profundo y hermoso prólogo
que abre el primer poemario de Francisco Carrasco Ávila, un elegante y muy
oportuno pretexto para lanzar un mensaje al joven poeta cuencano y también a la
juventud universal.
José Manuel Castellano Gil
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