miércoles, 8 de mayo de 2019

ROJO UMBRAL: NOVELA DE ERNESTO ARIAS

Por Carlos Lasso Cueva (*)
Carlos Lasso
Ernesto Arias es un novelista cuencano que me recuerda a mi pariente Paco Tobar García, quien solía decir que “tenía mil razas” en su interior. Ernesto es turco, o sea, desciende de libaneses, se supone que hay una línea judía en su ascendencia, y el resto es barro criollo de acá: se sospecha que mezclado por ahí con una no descartada rama africana. Eso dice él, al menos, y debe tener razón, pues todos somos una infinita mezcla y poca gente sabe dónde comenzó la de cada uno.
Cuenca tiene ahora una santísima trinidad novelística integrada por Ernesto, el Eliecer y mi pariente Felipe Díaz Heredia. Un caso raro que no se presenta en todas las provincias tener a tres novelistas vigentes juntos
La rama libanesa en él es reciente, fresca, y dentro de él late vigorosamente, y le lleva a evocarla, a mencionarla, a hablar de ella en sus novelas. En cierto modo se podría decir que es el novelista de su familia, pero, como es una mezcla, esta se le sale por los poros y entonces teje historias que se podría calificar de plurales, mixtas, o entreveradas, el hombre tiene oficio como novelista y sabe contar, convence al lector que le lee por primera vez con recelo, desconfianza, y se embarca en uno de sus viajes literarios leyéndolo, oficio que se encuentra agradable, cómodo. La primera virtud que caracteriza a una buena novela es que se deje leer, y esta se lee despacio, porque es una historia de desventuras que viaja sin prisa y se dirige lejos, desde Turquía a otro continente, y llega a un paisito desmirriado y en proceso de ninguna cosa, en donde dos protagonistas de la narración encuentran su destino.
Chica despechada hija de una familia pobre de la región del Bósforo, cuyo padre es un áspero artesano joyero que pule oro y diamantes, desdichada, arrinconada por la tristeza, la incomunicación de su hogar disfuncional, decide largarse sin rumbo para averiguar su suerte, y se embarca en una nave. Compañero suyo es un compatriota, hombre de ahí mismo, que solo es mencionado, de manera sospechosa, como Jefa…me acordé de algo con este apodo o nombre…
Era adolescente yo cuando hubo un escándalo cultural en Ecuador. Jorge Enrique Adoum, que había ganado el premio “Casa de las Américas”, había dicho, creo que en un congreso cultural internacional que se celebró en Cuba en los 60, que la nueva literatura ecuatoriana era poca cosa, que no había sido capaz de superar a la producción de la generación anterior. Recuerdo que hubo gente que puso el grito en el cielo. Entonces me dio curiosidad por conocer algo de la obra de este señor poeta Adoum, y me fui a buscar algún libro suyo en la biblioteca de la Casa de la Cultura de Guayaquil. Esto debe haber sido a la altura del gobierno de Otto o ya en el quinto velasquismo. Revisé los catálogos bibliográficos de la biblioteca y me encontré con una sorpresa: aparecían libros raros, misteriosos, esotéricos, exóticos bajo ese autor…
Ya era amigo de Enrique Gil Gilbert y solía visitarle en su casa en “Las Peñas”. Íbamos varios compañeros y él nos daba charlas, nos explicaba cosas, nos prestaba libros. Le conté que había encontrado esos libros “raros” con el nombre de Adoum, y me dijo que “ese fue el padre del poeta Jorge Enrique”. Entiendo que había sido Rosacruz.
Una casualidad entonces que el protagonista que sale del Bósforo y llega al Ecuador se llame JEFA, pues son las letras iniciales del nombre de ese otro emigrante y hombre de letras que vino al paisito y aquí dejó su huella, su descendencia: Jorge Enrique Francisco Adoum, el papá del ilustre poeta que mi generación conoció. Yo si le traté a Jorge Enrique y en mi blog subí una nota al respecto.
Amargura y desgracia en el vaivén de los inconvenientes vitales. La chica turca se llama Fátima Barzola (averigüé y este apellido ha sabido ser del Líbano), y como la vida se le pone amarga y dura, para sobrevivir, mantenerse y tener qué comer, no le queda otra opción que trabajar prestando servicios sexuales, y se convierte en una de las meretrices del cabaret de poca monta “Tres Corazones”, regido por un fulano (Don “Cayo”) que al final se aparta del negocio, derrocado por otro tipo de los bajos fondos que hace alianza con un vital y elemental personaje inolvidable de esta novela: el cojo chupete de gallo, el hábil e insinuante abastecedor de putas jóvenes, guambritas, para el lenocinio. Narcisa Tomalá es una prostituta guambrita que medio convive con el “cojo chupete de gallo”. Ella es amiga y confidente de Dulce Flor. Al final Narcisa envejece y se va a vivir sola en un pueblo cercano y el cojo busca ansiosamente a su “chinita de Quevedo” pero nunca la vuelve a ver. El “cojo” estaba oculto, prófugo, porque mató al marido de Narcisa.
Esta es una novela de ausencias, de rupturas amargas, de maltrechos destinos.
Ambos personajes protagonizan por turnos los capítulos de la novela. En el transcurso dejan de ser libaneses o turcos, para ser dos seres humanos a los que el destino les trajo a pasar vicisitudes y soledades amargas. La vida es dura para ambos y para su contexto vital, para ese panorama de personajes derrotados, hundidos, humillados y sin esperanza que deambulan por la novela. La novela explora con eficiencia el mundo gris, oscuro y desgarrado del lumpen. En un par de instantes hace que uno se acuerde de la novela “Las Tres Ratas”, de Alfredo Pareja Diezcanseco… (no estoy diciendo que se le parezca, sino que el entorno que se cita es el de barriadas pobres, tugurizadas, de Guayaquil. Los personajes creados por Ernesto Arias viven en casas de caña, trepando el cerro).
La turca Fátima en la vida de cabaretera adopta el nombre de Dulce Flor, y así pasa a ser personaje triste pero inolvidable de esta novela. Jefa y ella se conocen en el viaje y llegan juntos a Guayaquil. Ella sobrevive ejerciendo la prostitución y él es un intelectual bohemio que prefiere instalarse en Ambato.
Luego ella va en busca de Jefa. Tienen una vida bohemia. Ella regresa a Guayaquil y Jefa también. Le busca justamente en los días de la matanza de 1959, pero nunca se encuentran, jamás se vuelven a ver. El desenlace se da cuando Jefa toma un barco para Brasil.
Jefa formó parte en Cuenca de un grupo de letrados cuencanos que se reúnen a hacer terapia y a pontificar por ahí. Tienen un adversario antipático en la persona de un “escritor amanerado” que conspira con chismes amargos en su contra. Otro personaje (de apellido con campanillas, como solía decir Jorge Salvador Lara), les ofrece su amplia casa para sus trascendentales reuniones.
Entre el paso de los años y la llegada de la vejez transcurre la vida de unos y otros, hasta que las historias personales confluyen en el Guayaquil de 1959, cuando el ejército salió a matar gente el 2 y 3 de Junio, consiguiendo masacrar a un número indeterminado de personas que se calculó en dos cientas. La gente de esa época recuerda que los muertos fueron muchos. Yo era un niño y vivía cerca de donde ocurrió la formidable balacera que fue larga, tenaz: estaba en mi cama, la escuché. Oí esas ráfagas que mataron gente. El traqueteo interminable de disparos que se sostuvo firme durante algunos minutos. Como la policía no tenía balas para matar tanta gente entonces se apeló al ejército, que estaba listo para prestar ese servicio cívico... Un niño huérfano al que Dulce Flor regalaba cosas ha crecido y ahora es conscripto: en medio de la balacera la reconoce a su antigua benefactora y la ayuda a huir para que no la maten.
No recuerdo si Pedro Jorge Vera o algún otro se refirió en alguna novela a la masacre del 2 y 3 de Junio de 1959 en Guayaquil. En todo caso es un tema que sigue ahí como invitación abierta para penetrar en él en futuras novelas nacionales.

ROJO UMBRAL es una novela responsable, diseñada con mucha seriedad. Sus capítulos guardan estrecha lógica. Son menos desgraciados los capítulos sobre los intelectuales que los referentes a la vida en ese desmirriado prostíbulo de Guayaquil que es una perfecta semblanza del mundo del lumpen porteño que Arias ha aprehendido con veracidad. El personaje de Dulce Flor está elaborado con tanta pulcritud literaria que lo considero inolvidable. Toda la injusticia de la vida está concentrada en esta mujer digna de haber encontrado un destino mejor, menos amargo y turbio. Las prostitutas de Arias son personajes que inspiran solidaridad. Son seres humanos condenados por el sistema y el destino a la desdicha. ¿Y qué decir del “cojo chupete de gallo”? Personaje elaborado con verdadero arte: tipo sin escrúpulos, arrojado por su suerte a vivir de un modo absolutamente despreciable. Sin él esta novela valiosa, diseñada con pacientoso esmero de verdadero escritor, no hubiera dado como resultado este magnífico producto de nuestra narrativa nacional. Una cuestión indiscutible que queda fuera de duda en Ernesto Arias es su capacidad para construir personajes.

(*) 
Rector de la Universidad de Cuenca en 5 ocasiones, constructor de su ciudadela, fundador de 9 de sus Facultades, Presidente Fundador de la Casa de la Cultura del Azuay, 7 veces diputado, secretario general del Partido Socialista.

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