Esa borrachera por un
ansiado prestigio social les lleva a situarse por encima de sus colegas, a
transitar por senderos polvorientos, carentes de valores, guiados por un
coleccionismo de reconocimientos y extraviados en una búsqueda de esencias, muy
lejos del buen “hacer” y para el mejor “ser”. Para ellos, lo importante no es
el camino sino el destino, donde todo vale para llegar como sea.
El atrevimiento y la
osadía de algunos, esa exaltación del “yo” o de sus “capillas”, llegan a superar
los límites de la infinitud y a sobrepasar despropósitos surrealistas
inimaginables: como llegar a reclamar, por ejemplo, que sus apellidos, o el de
sus allegados, sean incorporados en un listado de personalidades destacadas; o
mostrar su agria arrogancia por no ser integrados en un imaginario inventario
de “nobles gremiales” y alegan ser víctimas de una agresión intencionada, de una
negación de su propia existencia, cuando no una injusticia incuestionable por
sus méritos.
Comportamientos que
delatan, a todas luces, una actitud de superioridad frente a los “otros”, como
si ellos fueran los únicos dueños de la visión o del criterio de los demás. Esos
individuos, sin duda, no sólo carecen de abuelos (es decir, nadie que los
mimen), sino también de honestidad intelectual y compromiso social en su pleno sentido.
Habrán pasado, o no, por todas las etapas formativas posibles, tendrán en su
haber una amplia producción, serán poseedores de algunas preseas pero están
desnudos completamente y vacíos de espíritu, porque la educación y la formación
no han pasado, evidentemente, por ellos.
La sencillez y la
humildad son los dos grandes rasgos de la sabiduría. Mientras que la arrogancia
y la prepotencia definen a aquellos que han sido incapaces de aprender a lo
largo de su travesía, independiente del papel, ejercicio, desempeño o escalafón
en que se encuentren. Con estos mimbres, estos cestos sociales y académicos:
Pa´ trás, como los cangrejos.
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