Miguel Moreta Lara |
Me encuentro con una obriella
(como escribía el buen Gonzalo de Berceo, uno de los primeros cultivadores de
la lengua castellana) o, si quieren, con un ejemplo de microteatro, como
dicen ahora los teatreros à la page: es una obra minúscula con poco más
de 3.000 palabras, muy buen editada, ilustrada y sabiamente presentada por ¡nada
menos que cuatro prologuistas!: un prólogo de la poeta ecuatoriana Catalina
Sojos, una nota preliminar del autor, una presentación institucional de la
concejal de Cultura de Benamocarra Victoria Téllez y una presentación
entrañable del amigo Antonio Clavero. Permítanme que desmienta el tópico
taurino que cree que no hay quinto malo, algo muy fácil después de esas cuatro
estupendas colaboraciones que sitúan atinadamente al microdrama y al autor en
su contexto personal, histórico y literario.
El doctor Manuel Ferrer ha tenido una vida vagabunda. Se formó en los Maristas de Málaga y luego en las universidades de Sevilla, Granada y Navarra. Su profesión lo llevó a vivir en México y Ecuador, de donde finalmente ha regresado a su Málaga natal y a la Axarquía. Quizá esta deriva del profesor nos dé pie a explicar algunas de las tintas con que describe a su personaje principal, el fugitivo Miguel que, en un exótico periplo, acaba por enmaridar con una japonesa.
En su nota preliminar, Manuel Ferrer provee las principales claves de Volver a casa. Afirma que sintió “la necesidad de repasar mi vida y de plasmar esas reflexiones en papel escrito”, al tiempo que se declara historiador: sabemos que ha dedicado varios de sus muchos libros a la historia reciente de España. Por tanto, la trama de esta pequeña obra de teatro vehicula una compleja biografía personal ambientada en la no menos complicada trama de la guerra civil española de 1936.
Este sangriento episodio de nuestra historia reciente, del que todavía nos resentimos, ha sido largamente tratado: su bibliografía investigadora es un bosque inmenso ya inabarcable. Pero todavía pululan las falsedades, al tiempo que se airean los datos más hipócritas, las manipulaciones más groseras y la desmemoria más vil… Sigue siendo una herida abierta. Como decía cierto historiador, la Historia es un cadáver que goza de una siniestra buena salud. De ahí la existencia de un cúmulo de obras literarias (novelas, poemas, películas, obras de teatro, cómics, etc.) con que los creadores alimentan el interés de un público numeroso que busca interpretar y descansar de una vez por todas de un pasado que, como una sombra cainita, no cesa de perseguirnos. Podemos afirmar que, en cuanto españolitos, es difícil sustraernos a un cierto sentimiento de bipolaridad: no hay ciudadano español que, a nivel personal y familiar o a ras de su localidad, no esté habitado por una historia de parientes o paisanos asesinados, encarcelados, represaliados o exiliados (como es el caso de los personajes principales de este microdrama, Miguel e Irina). Y, sin embargo, si queremos escapar a la lluvia de fakes y de tópicos, a esa vieja estrategia autoritaria que envenena nuestros sueños, es necesario acudir a las obras de historiadores foráneos, especialmente anglosajones, que nos expliquen la verdad de una guerra terrible y la maldad de una dictadura subsecuente que, en lugar de cerrar el conflicto, lo alimentó con ejecuciones y represiones de todo tipo.
Pero, como decía antes, hay otra manera de interpretar medicinalmente el pasado punzante de este conflicto y es acudiendo a la obra artística o de imaginación, en busca de una actitud ética y estética consoladora. Tal como remata en su presentación Victoria Téllez, se trataría de “un ejercicio de introspección que nos mueva a perdonar y pedir perdón, a enterrar rivalidades y sentirnos hermanos”.
Esa es la aportación de la obrita de Ferrer, cuyos personajes (Miguel e Irina, sobre todo) retuercen la Historia, porque no les interesa lo social, lo político, la verdad histórica o la justicia, sino que están enfrentados a un dolor íntimo, nunca colectivo. El contradictorio final de la obra -con ese trueque metafísico de muerte por vida- remite, creo yo, a una cosmovisión cristiana, idealista, ética. Ferrer busca recolocar la tragedia en ese difuso campo de la moral. Con diferentes palabras, lo dijo el presidente de la Segunda República don Manuel Azaña en un famoso discurso en Barcelona el 18 de julio de 1938: “paz, piedad, perdón”.
El doctor Manuel Ferrer ha tenido una vida vagabunda. Se formó en los Maristas de Málaga y luego en las universidades de Sevilla, Granada y Navarra. Su profesión lo llevó a vivir en México y Ecuador, de donde finalmente ha regresado a su Málaga natal y a la Axarquía. Quizá esta deriva del profesor nos dé pie a explicar algunas de las tintas con que describe a su personaje principal, el fugitivo Miguel que, en un exótico periplo, acaba por enmaridar con una japonesa.
En su nota preliminar, Manuel Ferrer provee las principales claves de Volver a casa. Afirma que sintió “la necesidad de repasar mi vida y de plasmar esas reflexiones en papel escrito”, al tiempo que se declara historiador: sabemos que ha dedicado varios de sus muchos libros a la historia reciente de España. Por tanto, la trama de esta pequeña obra de teatro vehicula una compleja biografía personal ambientada en la no menos complicada trama de la guerra civil española de 1936.
Este sangriento episodio de nuestra historia reciente, del que todavía nos resentimos, ha sido largamente tratado: su bibliografía investigadora es un bosque inmenso ya inabarcable. Pero todavía pululan las falsedades, al tiempo que se airean los datos más hipócritas, las manipulaciones más groseras y la desmemoria más vil… Sigue siendo una herida abierta. Como decía cierto historiador, la Historia es un cadáver que goza de una siniestra buena salud. De ahí la existencia de un cúmulo de obras literarias (novelas, poemas, películas, obras de teatro, cómics, etc.) con que los creadores alimentan el interés de un público numeroso que busca interpretar y descansar de una vez por todas de un pasado que, como una sombra cainita, no cesa de perseguirnos. Podemos afirmar que, en cuanto españolitos, es difícil sustraernos a un cierto sentimiento de bipolaridad: no hay ciudadano español que, a nivel personal y familiar o a ras de su localidad, no esté habitado por una historia de parientes o paisanos asesinados, encarcelados, represaliados o exiliados (como es el caso de los personajes principales de este microdrama, Miguel e Irina). Y, sin embargo, si queremos escapar a la lluvia de fakes y de tópicos, a esa vieja estrategia autoritaria que envenena nuestros sueños, es necesario acudir a las obras de historiadores foráneos, especialmente anglosajones, que nos expliquen la verdad de una guerra terrible y la maldad de una dictadura subsecuente que, en lugar de cerrar el conflicto, lo alimentó con ejecuciones y represiones de todo tipo.
Pero, como decía antes, hay otra manera de interpretar medicinalmente el pasado punzante de este conflicto y es acudiendo a la obra artística o de imaginación, en busca de una actitud ética y estética consoladora. Tal como remata en su presentación Victoria Téllez, se trataría de “un ejercicio de introspección que nos mueva a perdonar y pedir perdón, a enterrar rivalidades y sentirnos hermanos”.
Esa es la aportación de la obrita de Ferrer, cuyos personajes (Miguel e Irina, sobre todo) retuercen la Historia, porque no les interesa lo social, lo político, la verdad histórica o la justicia, sino que están enfrentados a un dolor íntimo, nunca colectivo. El contradictorio final de la obra -con ese trueque metafísico de muerte por vida- remite, creo yo, a una cosmovisión cristiana, idealista, ética. Ferrer busca recolocar la tragedia en ese difuso campo de la moral. Con diferentes palabras, lo dijo el presidente de la Segunda República don Manuel Azaña en un famoso discurso en Barcelona el 18 de julio de 1938: “paz, piedad, perdón”.
Miguel
A. Moreta-Lara
Málaga,
agosto de 2020
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