Manuel Ferrer Muñoz
Director del Servicio
de Asesoría sobre Investigación en Ciencias Sociales y Humanidades
Escribir un prólogo a la obra de un
extraordinario prologuista es una pretensión tan temeraria como tratar de
vender miel al colmenero. Y es que José Manuel Castellano no sólo posee la
visión del historiador y una extraordinaria capacidad de análisis, que le
permiten escudriñar hasta los últimos detalles de cuantos libros y documentos
caigan en sus manos: esas excelentes cualidades operan en su caso al servicio
de un elevado concepto de su profesión de investigador y docente universitario,
que es asumida como un ejercicio de compromiso social, y no como simple
develamiento de curiosidades, caprichosa recapitulación de hechos pretéritos o
mera repetición de socorridas lecciones magistrales.
Amante de la tierra que pisa, José
Manuel se siente tan ecuatoriano y cubano como canario y se entrega con el
mismo afán a la tarea de desentrañar aspectos del pasado de los dos hemisferios
en que ha transcurrido su vida, que han pasado inadvertidos a otros colegas de
profesión, demasiado atentos a las historias oficiales y a la veneración de los
héroes patrios. Cosmopolita por convicción, se entrega con pasión a la búsqueda
de esas huellas antiguas que, no en pocas ocasiones, le han permitido orientar
y encaminar nuestros pasos hacia el futuro: porque José Manuel es un hombre que
dialoga, propone y polemiza; un profesor encantado de platicar con sus estudiantes;
un colega divertido, a la vez irónico y formal; un reactivo que pone en
funcionamiento energías que estaban dormidas o apagadas.
La cabal comprensión de la obra
escrita de José Manuel requiere la adopción de esos enfoques analíticos, puesto
que nada posee en común con la de los viajeros europeos y norteamericanos de
los siglos XVIII y XIX, que visitaron el espacio latinoamericano -la ‘casa
grande’- sin despojarse nunca de su condición de extranjeros. Ciertamente, sus
relatos nos brindan testimonios y vivencias de sus correrías a veces
sorprendentes, sin que deje de traducirse en ellos la visión del turista que,
irremediablemente, remite siempre sus observaciones a las costumbres de la
tierra patria, consideradas consciente o inconscientemente de validez y
vigencia universales.
Por eso me consta la incomodidad de
mi amigo José Manuel con la atribución del vocablo ‘extranjero’ referido a su
persona, y su rechazo de ese adjetivo, con el que niega cualquier remota
identificación, por cuanto se siente y se considera ciudadano de ambos mundos.
Así lo afirma en una entrevista que se reproduce en el texto, realizada a raíz
de la publicación de su libro Entre Canarias y
Ecuador: “Latinoamérica forma parte de la identidad de Canarias”. Y José Manuel
puede presumir de canariedad por los cuatro costados. En otro pasaje remacha el
argumento de su cosmopolitismo: “uno es de
donde nace no sólo por el simple hecho circunstancial de nacer y vivir en un
territorio concreto. Uno es, desde mi perspectiva, del lugar donde se esfuerza
e intenta colaborar, trabajar y relacionarse con el ‘otro’, con los demás, con
la idea de seguir creciendo como comunidad y colectividad”.
La
vinculación de José Manuel al Núcleo del Cañar de la Casa de la Cultura
Benjamín Carrión constituye una evidencia manifiesta de su respeto a las
instituciones que velan con esmero por la preservación y el fomento de las
manifestaciones culturales nacionales, y de su amor a cada rincón del Ecuador
donde ha dejado sus huellas, que le hace sentirse ecuatoriano, orense,
machaleño, fluminense, quiteño, azuayo, cañarense y azogueño.
Otro rasgo
que me gustaría destacar de mi amigo y autor de estas Crónicas es su
oposición a las “rígidas estructuras de sumisión y de dependencia
globalizadas”, generadoras paradójicamente de desigualdades, injusticias y
discriminaciones. Nunca ha abjurado José Manuel de su condición de militante
social, empeñado en mil batallas, como revivido Quijote, a sabiendas de la
insuficiencia de sus armas para combatir a la barbarie instalada en trincheras
infranqueables, pero consciente de que esas posiciones pueden ser erosionadas
mediante una resistencia tenaz, civilizada, que logre trasladar a las
generaciones futuras el convencimiento de que es posible un mundo mejor. De ahí
su interés por el análisis de las sucesivas coyunturas internacionales, su
preocupación por el medioambiente, sus críticas al capitalismo, y su llamada a
una movilización que aúne fuerzas y voluntades para resistir la imposición de
modelos socioeconómicos incompatibles con la dignidad humana, y para promover
un cambio radical de mentalidades: de modo muy particular en la actual
coyuntura marcada por la pandemia del coronavirus, que se presenta como una
invitación urgente para revisar nuestros modos y valores de vida.
Hombre de
paz -la paz que sigue a la lucha contra sí mismo, en busca de una continua
superación-, José Manuel huye de la confrontación ideológica que se sustenta en
estereotipos manidos, aunque no teme al cuerpo a cuerpo, si se tercia. Amante
de la verdad, se aferra como un valiente al lema de ‘luz y taquígrafos’, porque
practica siempre el juego limpio; y, al tiempo que se duele por esa ‘fauna de
tinieblas’ que tantas veces nos circunda, donde el egocentrismo, la arrogancia
y la presunción fatua campan a sus anchas, abre su corazón “a mujeres y hombres
que viven en la luz y que iluminan a los demás, que nos enseñan en valores, que
nos animan a soñar, a volar, a amar, a acariciar los sueños y a abrazar las
utopías”.
Siempre he
admirado la decidida apuesta de José Manuel por los jóvenes, de la que he sido
testigo presencial en el curso de una estancia en Cuenca, con motivo de su toma
de posesión como miembro de la Academia Nacional de Historia del Ecuador. Su
aprecio por los Congresos de Escritores Jóvenes, que arrancaron a mediados del
siglo XX, no quedó en una simple admiración platónica, sino que encontró su
expresión en la puesta en marcha de los Congresos de Jóvenes Investigadores, el
primero de los cuales se celebró el año pasado y arrojó unos resultados que
llenaban de satisfacción a su impulsor, el cual, lejos de pretender adornarse
con méritos ajenos, atribuía generosamente su éxito a los participantes: “el
Congreso ha sido y ha supuesto una fuente de aprendizaje intenso para nosotros,
hemos aprendido ‘de’ y ‘con’ los jóvenes universitarios”.
Termino
estas breves reflexiones introductorias con unas palabras de José Manuel,
plasmadas por escrito hace apenas cinco meses, que, si no se analizan con
agudeza, podrían interpretarse como el certificado de defunción de la labor de
investigación histórica: “nada de atrás nos sirve. Empecemos de nuevo, sin
lastres. No nos dejemos engañar nuevamente. Avancemos día a día para cerrar un
pasado que no debe volver nunca más”.
Dejaremos
atrás los errores del pasado si reflexionamos en torno a ellos y extraemos
consecuencias; si nos servimos de la historia para explicarnos a nosotros
mismos; si abandonamos la frivolidad de recurrir al conocimiento histórico como
simple justificación de festividades patrias útiles a los empresarios del circo
nacional. “La juventud -insiste José Manuel, dirigiéndose a las nuevas
generaciones- no será futuro, es presente, pero sin escollos rumbientos, ni
oxidados. Su lucha es su formación, no la descuiden, porque un pueblo sin
formación es un pueblo de vulgares charlatanes de feria”.
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