martes, 1 de septiembre de 2020

Prólogo al libro de Crónicas sobre Ecuador

Manuel Ferrer Muñoz
Director del Servicio de Asesoría sobre Investigación en Ciencias Sociales y Humanidades

Escribir un prólogo a la obra de un extraordinario prologuista es una pretensión tan temeraria como tratar de vender miel al colmenero. Y es que José Manuel Castellano no sólo posee la visión del historiador y una extraordinaria capacidad de análisis, que le permiten escudriñar hasta los últimos detalles de cuantos libros y documentos caigan en sus manos: esas excelentes cualidades operan en su caso al servicio de un elevado concepto de su profesión de investigador y docente universitario, que es asumida como un ejercicio de compromiso social, y no como simple develamiento de curiosidades, caprichosa recapitulación de hechos pretéritos o mera repetición de socorridas lecciones magistrales.
Amante de la tierra que pisa, José Manuel se siente tan ecuatoriano y cubano como canario y se entrega con el mismo afán a la tarea de desentrañar aspectos del pasado de los dos hemisferios en que ha transcurrido su vida, que han pasado inadvertidos a otros colegas de profesión, demasiado atentos a las historias oficiales y a la veneración de los héroes patrios. Cosmopolita por convicción, se entrega con pasión a la búsqueda de esas huellas antiguas que, no en pocas ocasiones, le han permitido orientar y encaminar nuestros pasos hacia el futuro: porque José Manuel es un hombre que dialoga, propone y polemiza; un profesor encantado de platicar con sus estudiantes; un colega divertido, a la vez irónico y formal; un reactivo que pone en funcionamiento energías que estaban dormidas o apagadas.
La cabal comprensión de la obra escrita de José Manuel requiere la adopción de esos enfoques analíticos, puesto que nada posee en común con la de los viajeros europeos y norteamericanos de los siglos XVIII y XIX, que visitaron el espacio latinoamericano -la ‘casa grande’- sin despojarse nunca de su condición de extranjeros. Ciertamente, sus relatos nos brindan testimonios y vivencias de sus correrías a veces sorprendentes, sin que deje de traducirse en ellos la visión del turista que, irremediablemente, remite siempre sus observaciones a las costumbres de la tierra patria, consideradas consciente o inconscientemente de validez y vigencia universales.
Por eso me consta la incomodidad de mi amigo José Manuel con la atribución del vocablo ‘extranjero’ referido a su persona, y su rechazo de ese adjetivo, con el que niega cualquier remota identificación, por cuanto se siente y se considera ciudadano de ambos mundos. Así lo afirma en una entrevista que se reproduce en el texto, realizada a raíz de la publicación de su libro Entre Canarias y Ecuador:Latinoamérica forma parte de la identidad de Canarias”. Y José Manuel puede presumir de canariedad por los cuatro costados. En otro pasaje remacha el argumento de su cosmopolitismo: “uno es de donde nace no sólo por el simple hecho circunstancial de nacer y vivir en un territorio concreto. Uno es, desde mi perspectiva, del lugar donde se esfuerza e intenta colaborar, trabajar y relacionarse con el ‘otro’, con los demás, con la idea de seguir creciendo como comunidad y colectividad”.
La vinculación de José Manuel al Núcleo del Cañar de la Casa de la Cultura Benjamín Carrión constituye una evidencia manifiesta de su respeto a las instituciones que velan con esmero por la preservación y el fomento de las manifestaciones culturales nacionales, y de su amor a cada rincón del Ecuador donde ha dejado sus huellas, que le hace sentirse ecuatoriano, orense, machaleño, fluminense, quiteño, azuayo, cañarense y azogueño.
Otro rasgo que me gustaría destacar de mi amigo y autor de estas Crónicas es su oposición a las “rígidas estructuras de sumisión y de dependencia globalizadas”, generadoras paradójicamente de desigualdades, injusticias y discriminaciones. Nunca ha abjurado José Manuel de su condición de militante social, empeñado en mil batallas, como revivido Quijote, a sabiendas de la insuficiencia de sus armas para combatir a la barbarie instalada en trincheras infranqueables, pero consciente de que esas posiciones pueden ser erosionadas mediante una resistencia tenaz, civilizada, que logre trasladar a las generaciones futuras el convencimiento de que es posible un mundo mejor. De ahí su interés por el análisis de las sucesivas coyunturas internacionales, su preocupación por el medioambiente, sus críticas al capitalismo, y su llamada a una movilización que aúne fuerzas y voluntades para resistir la imposición de modelos socioeconómicos incompatibles con la dignidad humana, y para promover un cambio radical de mentalidades: de modo muy particular en la actual coyuntura marcada por la pandemia del coronavirus, que se presenta como una invitación urgente para revisar nuestros modos y valores de vida.
Hombre de paz -la paz que sigue a la lucha contra sí mismo, en busca de una continua superación-, José Manuel huye de la confrontación ideológica que se sustenta en estereotipos manidos, aunque no teme al cuerpo a cuerpo, si se tercia. Amante de la verdad, se aferra como un valiente al lema de ‘luz y taquígrafos’, porque practica siempre el juego limpio; y, al tiempo que se duele por esa ‘fauna de tinieblas’ que tantas veces nos circunda, donde el egocentrismo, la arrogancia y la presunción fatua campan a sus anchas, abre su corazón “a mujeres y hombres que viven en la luz y que iluminan a los demás, que nos enseñan en valores, que nos animan a soñar, a volar, a amar, a acariciar los sueños y a abrazar las utopías”.
Siempre he admirado la decidida apuesta de José Manuel por los jóvenes, de la que he sido testigo presencial en el curso de una estancia en Cuenca, con motivo de su toma de posesión como miembro de la Academia Nacional de Historia del Ecuador. Su aprecio por los Congresos de Escritores Jóvenes, que arrancaron a mediados del siglo XX, no quedó en una simple admiración platónica, sino que encontró su expresión en la puesta en marcha de los Congresos de Jóvenes Investigadores, el primero de los cuales se celebró el año pasado y arrojó unos resultados que llenaban de satisfacción a su impulsor, el cual, lejos de pretender adornarse con méritos ajenos, atribuía generosamente su éxito a los participantes: “el Congreso ha sido y ha supuesto una fuente de aprendizaje intenso para nosotros, hemos aprendido ‘de’ y ‘con’ los jóvenes universitarios”.
Termino estas breves reflexiones introductorias con unas palabras de José Manuel, plasmadas por escrito hace apenas cinco meses, que, si no se analizan con agudeza, podrían interpretarse como el certificado de defunción de la labor de investigación histórica: “nada de atrás nos sirve. Empecemos de nuevo, sin lastres. No nos dejemos engañar nuevamente. Avancemos día a día para cerrar un pasado que no debe volver nunca más”.
Dejaremos atrás los errores del pasado si reflexionamos en torno a ellos y extraemos consecuencias; si nos servimos de la historia para explicarnos a nosotros mismos; si abandonamos la frivolidad de recurrir al conocimiento histórico como simple justificación de festividades patrias útiles a los empresarios del circo nacional. “La juventud -insiste José Manuel, dirigiéndose a las nuevas generaciones- no será futuro, es presente, pero sin escollos rumbientos, ni oxidados. Su lucha es su formación, no la descuiden, porque un pueblo sin formación es un pueblo de vulgares charlatanes de feria”.

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